Rodolfo Martínez
Como siempre, se obligaba a sí misma a cruzar el parque. Iba con la cabeza baja, la expresión concentrada y los dientes apretados, sin mirar a los lados, pero de algún modo consciente de lo que pasaba a su alrededor.
Sus pensamientos saltaban de un lado a otro sin que ella fuera consciente.
Ya vienen. No. Aún no. A lo mejor hoy no. Malditos cocodrilos. ¿Por qué estropean la comida metiéndola en el agua? Ahí hay uno. No. Pero vendrán. Igual hoy no. ¿Por qué no? Es martes. ¿No les gustan los martes? Carne pasada por agua. ¡Puag!
Seguía su camino, siempre con la cabeza baja y el paraguas enarbolado como si fuera un arma. Un paso. Otro más.
A su espalda, en la yerba, se formaba un bulto.
Ahí hay uno.
Seguía adelante. Podía oírlos, creciendo entre la yerba, formándose rápidamente, como si el suelo tuviera prisa en escupirlos. No se volvió, pero podía imaginarse su sonrisa vacía, los ojos negros, el modo en que sus cabezas se giraban para seguirla.
Llegó al final del parque y, al volverse, vio cómo iban desapareciendo poco a poco, absorbidos por la misma yerba que los había formado.
Estaban perezosos. ¿Por qué están perezosos los martes? Estúpido examen de francés. ¿Y mañana? Pero los miércoles no tienen nada de especial, sólo están ahí en medio, molestando. Francés oral, a quién narices se le ha ocurrido llamarlo así. Molestando, en medio, ni martes ni jueves. No están lo bastante lejos de los lunes, ni lo suficientemente cerca de los viernes. Una mierda. Los miércoles. Pero, ¿qué les importa a ellos? ¿Por qué están perezosos los martes? Estúpido examen, la voy a pifiar, ya verás.
Cruzó la calle sin mirar a los lados y, por un momento, no supo exactamente dónde estaba. Luego, divisó la boca del metro, frunció el ceño una vez más y empezó a descender.
* * *
En la cafetería, tras el examen, descubrió que no llevaba el paraguas con ella.
Oh, mierda.
No lo había dejado en el metro, de eso estaba razonablemente segura. Así que tenía que estar en el aula.
Ahora no voy a ir a por él.
Se quitó el abrigo y se sentó y, al hacerlo, se vio a sí misma reflejada en el enorme espejo de la pared. Demasiado delgaducha, demasiado alta y demasiado seria. Y demasiado ridícula con aquel maldito gorro de lana en la cabeza. ¿Cuándo se lo había puesto?
Bueno, en casa, claro.
Se quitó el gorro y se sentó.
¿Nabokov? Uf, no, ahora no. Entonces, ¿quién? ¿Evelyn Waugh? ¿Con ese nombre de tía? Qué más da.
Tomó un libro y empezó a leerlo. Contuvo su impaciencia ante las primeras páginas y se obligó a sí misma a seguir. Ingleses. Estaban locos. Bueno, y quién no.
Siguió leyendo, indiferente al barullo a su alrededor. De vez en cuando levantaba la vista, reconocía a alguien, lo saludaba. A veces le devolvían el saludo, otras no. Le daba igual. Más o menos. Siguió leyendo.
Se apartó un mechón de pelo rojizo de la frente de un soplido, pero el maldito volvió a caer. Intentó colocárselo detrás de la oreja, pero no tardó en liberarse y volver a taparle el ojo.
Mejor cambio de postura.
Al hacerlo, vio que alguien se había sentado frente a ella, en la mesa de al lado. No lo conocía, pero, bueno, el mundo estaba lleno de gente desconocida. Era lo que tenía.
Un estudiante de los últimos cursos. O un profesor. O algo.
Se encogió de hombros y siguió leyendo, pero al cabo de un rato alzó la vista, convencida de que alguien la estaba mirando.
El desconocido de la mesa de enfrente parecía totalmente concentrado en repasar lo que había en unos folios y anotar algo de vez en cuando con un bolígrafo rojo. El resto del mundo seguía pasando a su alrededor, alborotando y sin ir a ninguna parte.
¿Me estaba mirando? Claro que no, idiota, ¿para qué iba a querer mirarte? Pero, entonces, ¿quién me miraba? Nadie. Que sí. Que no. Déjate de chorradas. Tienes que acabar el puñetero libro para el viernes. Pero me estaba mirando. Sí, claro, todo el mundo te mira, no te jode. Que me miraba. ¿Quién? No sé. El tipo ése.
Volvió a leer, pero ya no pudo concentrarse. O estaba leyendo siempre la misma página o todo el maldito libro era igual. Alzaba la vista. Volvía a leer. Fruncía el ceño y alzaba la vista de nuevo.
¡Sí!, ahora sí me está mirando.
En efecto, el desconocido había dejado de escribir y la contemplaba. Al darse cuenta de que ella también lo estaba mirando, ensayó un esbozo tímido de sonrisa, tomó de nuevo el bolígrafo rojo y siguió a lo suyo.
Me estaba mirando.
¿Y qué?
Intentó leer. Se sabía la condenada página de memoria, pero no le encontraba el menor sentido. Malditos ingleses.
Cerró el libro y se incorporó. Se puso el abrigo, se guardó los libros en la mochila y luego miró el gorro de lana sin saber muy bien qué hacer.
Es para la cabeza, estúpida. Se supone que debes ponértelo en la cabeza. ¿Y si no me apetece? Pues guárdalo.
Se decidió y se puso el gorro. Echó a andar hacia la puerta y sintió cómo, al pasar junto a él, el desconocido alzaba la vista y enseguida devolvía su atención a los papeles.
* * *
Recuperó su paraguas del aula donde se había examinado.
Me voy a casa.
Caminó hasta la parada del metro. Se encontró con Lidia y hablaron de quedar aquel fin de semana. Luego, cada una fue a su línea.
No había casi nadie en el vagón. Pensó en seguir leyendo, pero descubrió que no le apetecía.
Demasiado inglés para mí.
Al otro extremo del vagón había una pareja. Se estaban dando un buen lote. Pensó en una zarpa amable recorriendo su espalda y luego intentó dejar de pensar en ello. No tuvo demasiado éxito.
Estuvo a punto de pasarse su parada. Saltó del vagón al andén cuando las puertas estaban a punto de cerrarse, tropezó y consiguió mantener el equilibrio tras un par de saltitos ridículos. El vagón echó a andar y tuvo un fugaz vistazo de la pareja, que seguía a lo suyo, y no tenían pinta de ir a dejarlo en un plazo razonable.
Salió al exterior. La tarde caía con la misma desgana de siempre y el parque, al otro lado de la calle, empezaba a llenarse de sombras.
Las sombras no importan. Las sombras son lo de menos. Ellos no se ocultan.
Como si no les importase que los vieran. Bueno, al fin y al cabo, nadie más que ella los veía.
Cruzó la calle y se detuvo a la entrada del parque. No quería entrar. Una vez más, se obligó a sí misma a hacerlo.
Había un par de policías patrullando. Para qué. No servían para nada. No eran capaces de ver nada.
Sus pasos por el sendero de grava sonaban amarillos, estridentes, como no hubiera otro sonido en el mundo.
A su alrededor, en el césped, todo parecía tranquilo, y eso la puso nerviosa.
Están ahí. ¿Por qué no salen? Bueno, mejor si no salen, ¿no? Pero están ahí. Se están burlando. No quieren salir. Prefieren reírse de mí sin que los vea. Cabrones.
No le quedaba mucho para llegar al final del parque cuando lo sintió. A su derecha, la yerba empezó a susurrar y el suelo vomitó rápidamente a uno de ellos. Permaneció inmóvil unos segundos (la sonrisa vacía, la cabeza ladeada, los ojos siempre en sombra, las manos extendidas frente a él como si pidiera algo) y luego empezó a caminar, acompasándose a su paso.
Ella agarró el paraguas con más fuerza.
Aquí viene.
El hombre de yerba empezó a andar a saltitos. De vez en cuando giraba la cabeza y la miraba, siempre con aquella sonrisa estúpida, fría, demasiado grande.
Ella apretó el paso.
El hombre de yerba se detuvo. Giró. Saltó y se dejó caer sobre las manos. Anduvo boca abajo un rato y luego empezó a bailar. De pronto se detuvo de un salto y extendió las manos.
Ahora.
Sintió cómo se preparaba para el salto definitivo y, sin pensar en lo que hacía, alzó el paraguas, se lanzó sobre el hombre de yerba y lo atravesó.
No se daba cuenta de que estaba gritando mientras lo hacía:
—¡Se llamaba Carlos, cabrones, se llamaba Carlos!
El hombre de yerba contempló el paraguas que le atravesaba el pecho y su sonrisa se transformó en una expresión de asombro igual de vacía y de distante.
Una parodia chunga de la tristeza. Como un puñetero cocodrilo comiendo carne pasada por agua.
Sacó el paraguas. El hombre de yerba se miró el agujero en el pecho y luego, con un quejido amarillento y demasiado agudo, se convirtió en una especie de baba verde que se desparramó sobre el césped.
Ella no miró atrás. Siguió caminando, sujetando siempre con fuerza el paraguas. Jadeaba, pero no era consciente de ello.
* * *
Febrero era frío y amargo. Azul.
Pero al menos no era verde. Odiaba los meses verdes. El verde era, al fin y al cabo, el color de la muerte. Del olvido.
Al menos aquella noche no hacía demasiado frío, mientras iban de bar en bar celebrando el día del whisky.
—¡Feliz San Ballantine’s! —gritaban entre trago y trago.
No pensaba. Intentaba no pensar. Sobre todo, trataba de no pensar en el parque, en los malditos hombres de césped saltarines, en aquella sonrisa helada y en sus ridículos pasos de baile.
Un trago. Otro más.
—¡Feliz San Ballantine’s!
Al otro lado de la barra vio que alguien la miraba. Sonreía. Le guiñaba un ojo.
Joder, no, otro pesado, no.
Lidia se dio cuenta y le dijo algo al oído. Ella no lo oyó (la puñetera música estaba demasiado alta, como casi siempre) pero asintió como si lo encontrase gracioso. Luego, de pronto, al alzar la vista, se encontró con el tipo, plantado frente a ella, tan sonriente como un cerdo a punto de ser degollado.
—¿Nos conocemos? —le oyó preguntar.
No puede ser. No puede haber dicho eso. Nadie es tan tarugo. O sea, no me lo creo. Es imposible. ¿De qué parte de Tontolandia ha salido este imbécil?
Y, antes de que hubiera pensado qué iba a contestar, se dio cuenta de que su boca estaba hablando por sí misma:
—¿Quieres decir un conocimiento racional? —se oyó decir—. Pues va a ser que no, porque la verdad es que veo poco probable cualquier interacción de las matemáticas en algo que tenga relación conmigo. Yo no les gusto, mira tú si serán cretinas, y ellas no me gustan a mí, así que intentamos coincidir el menor número de veces posible.
¿Qué demonios estaba diciendo? Sin embargo, descubrió que no podía parar.
—Claro que siempre queda la puñetera zorra de la estadística, dispuesta a meter las narices donde no la llaman, y cuyos resultados se basan más en la fe que en la realidad, un poco como Dios, ya sabes, el tipo ése que hablaba con Charlton Heston, y que es, aparte de una gilipollez, poco fiable, pero eso mejor lo dejamos, que me han dicho que si dices su nombre tres veces aparece y te hace un calvo. El nombre de la estadística, quiero decir, no el de Charlton Heston. Bueno, ni el de Dios. Creo.
Por el rabillo del ojo vio cómo Lidia se tapaba la boca a intentaba, inútilmente, no reírse.
—En cuanto al conocimiento sensible, me temo que tus sentidos te engañan si te dicen que me conoces; no les hagas ni puto caso. Al conocimiento real sólo se puede llegar por medio del pensamiento ¿y sabes qué me dicen las voces en mi pensamiento? Bueno, que estoy loca, pero eso no tiene nada que ver. ¡Que en mi vida te había visto y aún menos conocido en cualesquiera que sean los grados de conocimiento! Y dudo que lleguemos a conocernos. Feliz año.
Él tardó varios segundos en procesar lo que acababa de oír. Al final, parpadeó, frunció el ceño y dijo:
—Pero… ¿seguro que no nos conocemos?
Ante lo cual, Lidia ya se reía a mandíbula batiente y ella tuvo que hacer un esfuerzo para mantenerse seria.
—Sí —respondió—. Verás, Luke… yo soy tu padre.
Aquello terminó de desconcertarlo. Intentó recuperar su sonrisa de «seguro que esta noche follo» y acabó yéndose de allí sin conseguirlo del todo.
Joder, qué mal. Necesito otro trago.
Lidia, siempre perceptiva, se le había adelantado y le tendía una copa.
—¡Feliz San Ballantine’s! —gritaron.
Cuando volvió a casa, había enfriado y todo era de un azul intenso, tan amargo que respirar era como tomarse una purga, y solo lo hacía cuando era estrictamente necesario.
Pasó junto al parque, pero no entró. No llevaba paraguas. Además, Lidia iba con ella, y nunca entraba en los parques cuando iba acompañada.
No desde hacía mucho tiempo.
* * *
Había un libro nuevo de Carroll en la librería. Eran las dos Alicias en un solo volumen, en una de esas ediciones grandes y de lujo tan incómodas de leer como agradables de mirar.
Lo sacó del estante y le echó un vistazo. Enarcó una ceja ante el precio. Joder. Luego, lo abrió y fue pasando rápidamente las páginas hasta los primeros capítulos de A través del espejo.
Allí estaba. El maldito poema. La puñetera ilustración.
La niña (o el mancebo, o lo que narices fuera) sujetando un espadón mayor que ella frente a una bestia demasiado ridícula para ser real. Una especie de dragón con cara de estreñimiento y chaleco abotonado.
Y al fondo… el bosque. El condenado bosque. Demasiado oscuro.
Y las palabras, claro. Las puñeteras palabras:
‘Twas brillig, and the slithy toves
Did gyre and gimble in the wabe:
All mimsy were the borogoves,
And the mome raths outgrabe.
Cerró el libro y contuvo un estremecimiento. Volvió a ponerlo en la estantería y, al retroceder un par de pasos, chocó contra alguien.
Se volvió para disculparse, y se encontró con el tipo de la cafetería mirándola desde el otro lado de unas gafas redondas con una expresión que no supo descifrar.
Es él, el tío que me miraba. No te miraba, sólo cruzó la vista contigo. Calla, que está hablando.
—Lo siento —le oyó decir. Frunció el ceño—. Tú no eres una de mis alumnas, ¿verdad?
—Eh… no lo sé. —¿Se había saltado alguna clase? O peor, ¿había ido a alguna clase y no lo recordaba?
—Doy un seminario de literatura creativa el último año.
—Entonces no. Todavía me faltan unos años para eso.
Él sonrió.
—Bueno —dijo—, puedo esperar.
¿Qué ha dicho? ¿Qué demonios ha dicho?
Buscó algo que responder y no lo encontró. Se fijó en el montón de libros que él llevaba bajo el brazo.
—¿Lees ciencia ficción? —preguntó.
Claro que la lee. ¿Para qué crees que lleva esos mamotretos bajo el brazo, para hacer ejercicio? Imbécil.
Él asintió.
—Ciencia ficción, fantasía, terror, tebeos. —Dudó unos instantes—. Procuro mantenerme alejado de la literatura prospectiva, el Fantástico —la mayúscula sonó clara en su voz— y las novelas gráficas, sin embargo.
¿Qué?
—Claro —dijo, pese a todo, como si realmente supiera de qué estaba hablando—. Y quién no.
—Mucha gente, en realidad. Demasiada.
* * *
De algún modo, media hora más tarde estaban frente a frente en una mesa. Él tomaba un café, ella le daba sorbos distraídos a una cerveza.
—Así que te gusta Carroll.
¿Ves como me estaba mirando? Sabía qué libro pillé en la librería. Me estaba mirando. Vale, sí, ¿y qué? Pues que me estaba mirando.
Se apartó un mechón de pelo de la frente y trató de no bizquear.
—No sé —respondió—. Creo que sí. Aunque a veces…
Él apoyó los codos en la mesa y la barbilla en las manos.
—Bueno, sí. A veces… Sí, es un «a veces…» interesante. Al fin y al cabo, Carroll era el Mister Hyde del reverendo Dodgson. Un tipo al que le gustaba fotografiar niñas ligeras de ropa y que escribía libros desquiciados. Piensa en La caza del Snark, por ejemplo.
—Mejor no.
Pareció encontrar divertida su respuesta.
—Puede.
Hubo un momento de silencio incómodo. Él bebió de su café. Ella tomó un trago de cerveza.
—Me gustan las ilustraciones —dijo ella, de pronto—. Las de Tenniel. Aunque también tienen algún «a veces…» que otro.
—¿Por ejemplo?
Cállate. ¿Por qué? Porque va a pensar que eres estúpida. O que estás loca. Bueno, lo estoy, ¿no?
Así que dijo:
—La de Jabberwocky. Debería ser graciosa. El monstruo es ridículo. Ese puñetero chaleco. Parece un chupatintas inglés. —Él sonrió—. Pero el bosque… Ése bosque es algo chungo. Da mal rollo. Allí hay cosas…
—Que no deberían salir de él.
Ella asintió, sin darse cuenta.
—Pero salen —dijo.
Él se echó hacia atrás en la silla y se llevó un índice a los labios.
Ya está. Está pensando que estás loca.
Pero no parecía estar pensando eso. Era como si tratase de digerir sus palabras, como si intentase decidir si significaban lo que creía.
—Sí —dijo al fin.
Sólo eso. «Sí». Y ya estaba.
¿Y ahora qué?
—Estoy loca —susurró, sin saber por qué lo hacía.
Él frunció el ceño.
—¿Seguro? —preguntó.
—No sé, a veces. Eso creo —respondió ella sin apartar la vista de su cerveza.
—Bueno, parece una locura interesante, en cualquier caso.
Alzó la vista y vio que estaba sonriendo, como si lo que acababa de decir fuera verdad.
—¿Nunca pierdes los papeles? —preguntó, sin saber por qué lo hacía.
Él se encogió de hombros.
—Intento no hacerlo. Sobre todo cuando estoy con alguien que es posible que se convierta en la responsable de que me despidan. Mejor mantener la calma en un caso así.
—¿Cómo?
¿De qué habla?
—Ya sabes. Conflicto deontológico y todo eso. Abuso de poder. Ética de la docencia. Tutorías horizontales. Esas cosas. Supongo que sabrás que no está bien visto que un profesor se intente liar con su alumna. A lo mejor hasta es inmoral.
Ella iba a decir que aún no era su alumna, pero se lo pensó mejor y guardó silencio. ¿Y si él se reía y le respondía que no estaba hablando de ella? En lugar de eso, soltó:
—Eres muy raro.
Serás burra.
Pero él sólo se encogió de hombros y, sin dejar de sonreír, dijo:
—Gracias.
* * *
Exámenes. Puñeteros exámenes.
Y todos aquellos libros. Nabokov. Waugh. Fowles. Highsmith. Ellis. Faulkner… no, Faulkner no, por el amor de Dios. Ése no.
Febrero iba muriendo y, poco a poco, el aire dejaba de tener el sabor amargo del frío y se iba volviendo dulce. No mucho, pero era algo.
Los hombres de césped parecían extrañamente inactivos aquel año. Como si el invierno, más frío de lo normal, los volviera perezosos.
Todas las mañanas, antes de salir de casa, se detenía unos minutos en el paragüero y elegía el paraguas adecuado.
¿Adecuado para qué? Da lo mismo uno que otro.
Pero no era cierto, y lo sabía. No todos funcionaban de la misma manera y, algunos días, unos eran mejores que otros. Así que se quedaba mirando el paragüero como una estúpida hasta que al fin daba con el paraguas correcto.
Sólo entonces salía de casa.
Cruzaba el parque, una vez a la ida, otra a la vuelta. A veces no pasaba nada. Otras, los hombres de césped surgían a su paso y se quedaban inmóviles, viéndola pasar sin hacer nada, con aquellas sonrisas estúpidas y horribles plantadas en sus rostros verdes. Algún día, uno de ellos empezaba a caminar, saltaba y se ponía a bailar; no siempre lo hacía cerca de ella, como si hubieran aprendido a tenerle miedo, por fin.
El año pasado habían estado por todas partes. No sólo en el parque. En los montículos de yerba de las rotondas. En los parches de las medianas en algunas calles. En cualquier sitio donde hubiera un atisbo de césped.
Pero este año estaban perezosos. Apenas los había visto fuera del parque. Y en él, no siempre asomaban.
Cuando lo hacían, y empezaban a bailar, y se preparaban para saltar sobre ella, siempre era igual. Sin pensárselo, se lanzaba contra ellos paraguas en ristre sin dejar de gritar:
—¡Se llamaba Carlos, cabrones, se llamaba Carlos!
Luego, miraba a su alrededor, y se aseguraba de que nadie había visto algo raro.
Para qué. Nunca ven nada. Nunca los ven. La gente desaparece y nadie ve nada.
Los exámenes llegaron a su fin. Algunos libros también.
Cuando se cruzaban en la cafetería, él la saludaba con un cabeceo y una sonrisa y seguía con lo suyo. No hacía ningún esfuerzo en aproximarse más.
En ocasiones, ella se descubría mirando a su alrededor, buscándolo con la mirada. A veces lo encontraba. Sonreía (como una auténtica imbécil, le decía su irritante voz interior) y seguía su camino.
Empezó a ir a la misma librería todos los viernes a la misma hora. Él, como no se había atrevido a esperar, estaba allí, deambulando indiferente entre los estantes, matando el tiempo como si estuviera esperando a alguien.
* * *
Lidia insistía en atajar por el parque, y ella se negaba.
—Venga, no seas idiota. Es un rodeo de la hostia.
Tiraba de ella como de un becerro camino del matadero. Al final cedió. Quizá hubiera suerte. Al fin y al cabo, estaban perezosos, lo habían estado todo el invierno. Como mucho, podía atacarles uno, y ella podía ocuparse de ello.
—Vale —dijo al fin, a regañadientes.
No pasó nada, al principio.
La gente paseaba, iban a sus cosas y no prestaban mucha atención a lo que pasaba a su alrededor. A lo lejos, una pareja de policías hacía su ronda. Y el césped estaba tranquilo. Dormido. Todo parecía dormido a aquellas horas, como si el universo entero se hubiera puesto a echar una siesta. De las largas. Con pijama y todo.
No te fíes.
Pero siguieron caminando y seguía sin pasar nada. No tardaron en divisar el otro extremo del parque y contuvo apenas un suspiro de alivio.
Fue como si hubiera dado una señal. Como si hubiese disparado una alarma.
Empezaron a salir por todas partes. A su alrededor, frente a ellas, a lo lejos. Todo el parque bullía de hombres de césped, vomitados por la yerba a un ritmo convulso y casi frenético.
Y no estaban inmóviles. Las miraban. Sus sonrisas… nunca había visto sus sonrisas tan grandes y frías, tan ridículas y amenazadoras.
Se movían. Caminaban. Saltaban. Bailaban.
Apretó el paso.
—¿Qué ocurre? —preguntó Lidia.
Pero ella no contestó. Sólo quería salir de allí. Lo más rápido posible. Antes de que fuera demasiado tarde.
Estaban tan cerca…
Sintió que uno de ellos se preparaba para saltar. Se lanzó sobre él y le clavó el paraguas:
—¡Se llamaba Carlos, cabrones, se llamaba Carlos!
Notó movimiento a sus espaldas. Otro más. Entró a matar y sintió cómo el paraguas se hundía en algo blando y pegajoso. Lo sacó y se giró.
Otro.
Y otro.
Se habían vuelto locos. Estaban por todas partes. Y ella se lanzaba contra cada movimiento, cada rastro fugaz de verde entrevisto por el rabillo del ojo, cada sonido, cada sonrisa.
A su lado, Lidia la contemplaba incrédula, sin comprender y sin atreverse a hablar.
Y ella seguía. Bailando su baile mortal con los hombres de césped. Con sus sonrisas verdes y sus ojos vacíos.
Vio venir a uno a lo lejos. Corría y saltaba, como si fuera la protagonista estúpida de un musical absurdo y las colinas estuvieran vivas con el sonido de la música. Se giró y trató de ir a por él, pero tropezó con sus propios pies y cayó al suelo.
¡No!
Entonces, el hombre de césped saltó y, en el aire, se deshizo en millones de briznas multicolores, como si estuviera hecho de confeti.
Intentó incorporarse, pero sabía que era demasiado tarde, que no llegaría a tiempo, que era inútil.
Logró abrir el paraguas y protegerse de la lluvia de confeti que había sido el hombre de césped.
Pero no a Lidia.
Se quedó completamente inmóvil y no pudo apartar la vista.
Otra vez no, por favor.
Pero sus ruegos no encontraron respuesta. La nube de briznas multicolor cayó sobre Lidia, sobre toda ella, y cubrió su cuerpo en un parpadeo. Lo último que vio de Lidia fueron sus ojos abiertos en un gesto de terror y desamparo que no podría olvidar.
Luego, la yerba la devoró y Lidia desapareció.
Al instante, todo se calmó. Los hombres de césped fueron absorbidos por el suelo una vez más y el parque volvió a la normalidad.
Alguien se inclinaba hacia ella y le tendía una mano.
—¿Se encuentra bien?
Cerró el paraguas y se incorporó.
—Tropecé —consiguió decir sin apenas tartamudear.
Salió del parque como si estuviera sonámbula. Encontró un banco y se dejó caer en él, vencida e incapaz de llorar. Tomó aire. Sabía a derrota y a miedo. A olvido y a muerte.
Lidia no existía. Había sido devorada. Y, como había pasado antes, había sido olvidada. Nadie se acordaría de su existencia, ni amigos ni familiares ni conocidos. No quedarían registros de su paso por el mundo. Nadie la recordaría.
Sólo yo.
Y entonces sí, con una última bocanada de aire, pudo llorar.
* * *
Aquel viernes, él notó que pasaba algo, pero no dijo nada.
Charlaron un rato, como hacían siempre que se encontraban en la librería. No habían vuelto a tomar algo juntos desde la primera vez.
Ella respondía de un modo ausente pero él no parecía desanimado. Con su montón de libros bajo el brazo (siempre parecía llevar un montón de libros bajo el brazo y ella se había preguntado alguna vez si no sería el mismo) le propuso tomarse un café.
Ella asintió sin saber muy bien lo que hacía.
De pronto, mientras salían de la librería él preguntó:
—¿Tu amiga ha dejado la Universidad?
¿Qué?
—¿Qué? —dijo en voz alta.
—No la he visto por ahí desde la semana pasada —dijo él, indiferente—. Me pareció raro. Además —añadió con una sonrisa—, pensé que era una lástima. Alegraba bastante la vista.
—¿Recuerdas a… Lidia? —preguntó ella.
Pronunciar su nombre en voz alta fue como atravesar un muro. Sintió que se mareaba.
—Sí, claro, aunque no sabía cómo se llamaba. Os he visto juntas unas cuantas veces.
Ella se apoyó en la pared.
No, no es posible. No puede ser. Él no puede…
Alzó la vista, sin saber qué decir. Y entonces él se asustó.
—Dios mío —dijo—. ¿Qué pasa? Traes una cara horrible.
Ella no pudo responder. Se apoyó en la pared y sintió que el mundo entero giraba a su alrededor.
—¿Estás bien?
Consiguió asentir. Aunque no estaba segura. En aquel momento no sabía si estaba bien o estaba mal, no tenía ni idea de nada. Era como si todo lo que hubiera dado por sentado desde siempre se hubiera desvanecido de pronto. Y no estaba segura de si aquello era bueno o malo.
—¿De verdad?
Le miró y la preocupación que descubrió plantada en su rostro la hizo sentirse mejor de repente. El mundo dejó de girar y pudo dejar la pared y permanecer de pie.
—Sí —logró decir.
¿Y ahora qué?
Se mordió el labio.
—Vamos a tomar algo —dijo.
Él dudó unos instantes y luego terminó asintiendo.
* * *
Díselo. ¿El qué, qué quieres que le diga, que si ha visto a los hombres de césped? ¿Estás loca? Bueno, teniendo en cuenta que no soy más que una voz en tu cabeza, es bastante probable. Díselo, ¿qué es lo peor que puede pasar? No. Díselo, idiota.
—¿Nunca pasas por el parque? —fue lo que preguntó, sin embargo.
Él se echó para atrás, como si lo hubieran golpeado, y ensayó una sonrisa poco convincente.
—Bueno, soy un urbanita convencido, me temo —dijo—. La naturaleza es ese sitio que queda tan lejos, ya sabes. Y la naturaleza domesticada que hay en las ciudades…
—No está domesticada… —susurró ella, sin alzar la vista de su vaso de cerveza.
Sintió cómo él tomaba aire y lo dejaba escapar lentamente.
—¿Qué pasa? —preguntó.
Ella alzó la vista. Estaba preocupado. No. Incómodo. Se sentía claramente incómodo.
—Nunca pasas por el parque —soltó de repente—. Ni pisas la yerba. En ningún sitio.
—Bueno… —dijo él, cada vez más nervioso.
—¿Lo haces?
Fue como si la palabra le fuese arrancada contra su voluntad:
—No.
—¿Por qué?
—No sé. Dímelo tú.
Se mordió el labio. Tomó un trago de cerveza. Posó el vaso sobre la mesa y miró por la ventana. Más allá, al final de la calle, ésta moría en una gran rotonda coronada por un montículo de yerba.
—Porque tienes miedo de los… de los…
—¿Los Jumping Grassmen? —preguntó él.
Parecía sorprendido ante lo que acababa de decir, como si no se creyera sus propias palabras.
Los ha visto. Los ha visto. No estoy loca y los ha visto. O si estoy loca, pero los ha visto, joder.
—Sí —logró decir—. Aunque yo nunca los he llamado así. Son los… los hombres de césped.
Era la primera vez que decía el nombre en voz alta y el alivio que experimentó al hacerlo fue tan intenso que casi la tumbó.
—Los hombres de césped —repitió él, saboreando las palabras.
—Vienen del bosque —dijo ella, incapaz de dejar de hablar una vez que había empezado—. De lo más oscuro. Del corazón más oscuro del bosque, donde no ha llegado jamás la luz del sol. No deberían salir de él. Son sus guardianes. O lo fueron. Nunca debieron salir de él. Pero lo han hecho. Hemos talado los bosques, los hemos quemado, hemos construido encima, hemos… y ellos han venido a nosotros. Viven bajo el suelo, bajo la yerba. Y a veces salen, y caminan. Saltan y bailan. Y… y a veces.
—Caen sobre ti y te devoran. —De nuevo parecía sorprendido ante sus palabras.
Ella asintió.
—Y entonces no queda rastro alguno de ti. Desapareces. Como si nunca hubieras existido. El mundo te olvida. Nadie te recuerda.
Él no dijo nada. Sus ojos eran dos ascuas marrones, y vio que apretaba los puños hasta que sus nudillos quedaban blancos.
—Pasé mi infancia en Inglaterra —dijo de repente. Le costaba articular las palabras—. Y los vi siendo niño. —Se llevó una mano a la frente—. Los vi —repitió—. Los vi —dijo una vez más—. Desde entonces, no he vuelto a pisar la yerba.
—¿Viste cómo devor…?
—A un amigo de mis padres. Nadie más lo vio. Y todos siguieron como si no hubiera pasado nada.
Ella asintió.
—Mataron a mi hermano —dijo—. Nadie se acuerda de él. Pero yo sí. Se llamaba Carlos.
—Carlos —repitió él.
—Carlos —dijo ella.
Él sonrió y abrió las manos. Todo su cuerpo se relajó.
—¿Y ahora qué? —preguntó.
Ella se encogió de hombros.
—No sé —dijo.
* * *
Hablaron. Y hablaron. Y hablaron.
Ella le contó cuanto sabía. Él nunca le preguntó cómo lo había averiguado, lo cual era un alivio porque, ¿qué podía decirle? ¿Qué, simplemente, lo sabía?
Pero él se limitaba a aceptar la información, como si todo cuanto ella decía fuera obvio.
—Un paraguas —murmuraba—. Les haces frente con un paraguas.
—Probé muchas cosas. Pero el paraguas es lo único que encontré. Tiene que tener la punta de madera. Y, si estás bajo él, abierto, te protege de su lluvia. Abierto el paraguas, no tú, quiero decir…
—¿Y todo este tiempo…?
—Paso por el parque. Todos los días. Una vez por la mañana. Otra por la tarde. Me enfrento a ellos. Hago lo que puedo. Tal vez, si mato los suficientes…
—Te devolverán a tu hermano.
—No lo harán, ¿verdad?
Él meneó la cabeza.
—No lo creo. No sé gran cosa de ellos. No tanto como sabes tú, desde luego. Los vi una vez y me limité a huir de ellos, de cualquier lugar donde pudieran encontrarme. No sé, de algún modo supe que debía evitar la yerba, que fuera de ella estaría a salvo. Pero creo que no, que no te lo devolverán.
—Lo sé. Lo he sabido siempre. Pero… tengo que hacer algo. No puedo quedarme parada. Si me rindo… ellos no pueden vencer, aunque yo no pueda ganar nunca. No puedo permitirlo.
Él soltó el aire poco a poco.
—He pasado aterrado todos estos años. Incapaz de aceptar lo que vi, y al mismo tiempo incapaz de negarlo. Y tú… tú les has estado haciendo frente desde que eras una niña. Eres la persona más valiente que he conocido.
Ella se encogió de hombros.
—No. Sólo estoy loca y soy una imprudente.
Él sonrió.
—Ojalá yo estuviera la mitad de loco o fuera la mitad de imprudente.
Ella tenía su mano en la de él y el contacto resultaba cálido, nada amenazador. Era un vínculo, un punto de anclaje a la realidad.
—¿Por qué los vemos? ¿Por qué nosotros los vemos? ¿Y por qué recordamos?
—Buena pregunta. —Lo pensó unos instantes y ella comprendió que él no tenía ni idea de lo atractivo que estaba cuando adoptaba aquella pose meditabunda—. No lo sé. Aunque supongo que recordamos porque los vemos. O quizá sea al revés. Si esto fuera un cuento de ciencia ficción seguro que descubriríamos que somos sensibles a longitudes de onda del espectro que el ojo humano normal no percibe. Que somos —sonrió— mutantes.
—¿Y si fuera de fantasía?
—Bueno, eso es más fácil, incluso. Fuimos marcados en nuestra infancia. Aunque nunca descubriremos por quién.
—¿Y si fuera de… terror?
—Entonces… bueno, supongo que en ese caso, en el momento mismo en que decidiéramos acostarnos juntos seríamos atravesados con un machete por un psicópata inmortal con la cara cubierta por una máscara de hockey. —Hizo una pausa. Parecía nervioso—. Aunque yo correría el riesgo de buen grado.
—Pues ya somos dos.
* * *
El invierno moría lentamente en una primavera que no tenía ninguna prisa en llegar. Los días iban perdiendo su aspecto azul a medida que se volvían más cálidos.
En la Facultad, mantenían las distancias. Un saludo aquí, una sonrisa allá, media docena de palabras intercambiadas en una conversación banal…
Se veían en la librería. En la cafetería. En casa de él.
Y nunca cruzaban el parque. Nunca se acercaban a la yerba.
No hablaban mucho del asunto.
De los hombres de césped. Los Jumping Grassmen.
Un día él dijo:
—He hablado con un par de amigos. Escritores de fantasía. —Ella lo miró con el ceño fruncido y se incorporó en la cama—. Tranquila, no les he dicho nada. Sólo les he preguntado si conocían alguna leyenda, alguna historia, lo que fuese sobre unos tipos hechos de yerba y… bueno, les expliqué el asunto como si fuera algo que había oído por ahí.
Él seguía tumbado boca arriba. Ella se había sentado y abrazaba sus propias rodillas.
—Saben bastante del tema. De leyendas, mitos, cuentos populares y esas cosas. Las suelen usar en lo que escriben. —Se dio cuenta de que se estaba yendo por las ramas y se detuvo un instante—. Parece ser que hay un viejo mito australiano bastante parecido a nuestros… bueno, ya sabes.
Ella asintió, sin mirarlo.
—¿Cómo es?
—Según me han dicho, los hombres de yerba, bueno, mis amigos los llaman así… da igual. Fueron creados en la era del sueño, antes del nacimiento del hombre. Debían proteger el corazón de los bosques. Eran criaturas hechas de yerba, de aspecto humano y sonrisa eterna. Algo así. Según la leyenda, sólo un palo de lluvia puede detenerlos. Para mis amigos, un palo de lluvia es una especie de bastón que se usa para invocar a la lluvia. Pero, claro, un paraguas también es un palo de lluvia.
Ella no dijo nada.
—Y, en realidad, no hay mucho más. Protegen los bosques y todo eso. Y no pueden vivir en un lugar donde no haya yerba. Eso es todo.
—¿Y qué pasa con la gente que… que devoran? —consiguió preguntar.
—Desaparecen. Vuelven a la era del sueño, antes de que el mundo estuviera formado.
—Se los olvida.
—Supongo que es eso. —Se incorporó a medias y se apoyó en el codo—. A veces te gustaría poder olvidar —dijo.
Ella negó con la cabeza pero dijo:
—Sí.
Se echó a llorar. De un modo tranquilo, manso, casi imperceptible. Él la abrazó y se sintió como un completo inútil.
* * *
La primavera no tardó en dar paso a un verano extraño. Algunos días, el calor y la humedad volvían pegajoso el mundo; de pronto, la temperatura descendía y todo se hacía duro y frío aunque el sol siguiera brillando en un cielo sin una nube.
El curso terminó. Y, con él, la necesidad de aparentar ser dos conocidos casuales que se saludaban, se cruzaban una mirada y seguían su camino.
No pasaban por el parque. Evitaban la yerba allá donde estuviera. Lentamente, dejaron de hablar del asunto.
Pero seguía ahí. Tras las preguntas no formuladas. Agazapado en miradas huidizas o en gestos reprimidos. Estaba, en realidad, en todas partes, acechándolos como un fantasma tozudo pero sutil que nunca asomaba del todo pero no terminaba de irse jamás.
A veces él la oía hablar en sueños. Su cuerpo se convertía en esos momentos en una algarabía de manotazos y patadas mientras murmullos incoherentes llenos de Carlos y de Lidia se escapaban de su boca. Él la abrazaba en silencio y esperaba.
En agosto, la ciudad se convirtió en un pueblo fantasma en el que ellos parecían los únicos habitantes. Ellos y, por supuesto, aquello que nunca mencionaban.
* * *
—Voy a pasar por el parque.
Idiota. Estás loca. Eres más imbécil de lo que creía. Eres una… ¡Cállate!
Y la voz se cayó.
—¿Estás segura? —preguntó él.
Ella asintió.
—Tengo que hacerlo. No puedo…
—Dejar que ganen, sí, aunque nosotros no podamos vencer.
—Se lo pensó unos instantes—. Voy por un paraguas —dijo al fin.
—Pero tú no tienes…
—Sí, sí que tengo. Si tú vas, yo voy.
A su pesar, ella sonrió.
—Si el mundo va a olvidarnos, que nos olvide juntos —dijo él. Bajó la vista, de repente y ella vio que se había ruborizado—. Lo siento, dentro de mi cabeza sonaba mejor, te lo aseguro.
—A mí ni me ha sonado mal —dijo ella—. Y me gusta.
Se tomaron su tiempo, como si supieran que era la última vez que cada uno iba a sentir la piel del otro. Luego, armados con sus paraguas, salieron de la casa.
* * *
El parque alborotaba, estaba lleno de gente, pero no había rastro de los hombres de césped. Ella recordó la última vez que había pasado por allí, con Lidia, y se preguntó si se habrían dado por vencidos, si tras arrebatarle a su amiga se habrían quedado satisfechos.
Sabía que no.
Vas a morir, estúpida. O va a morir él. O vais a morir los dos. O yo qué sé, pero esto no es bueno, no lo es. Salid de aquí, volved a casa, follad como conejos. Largaos. Vais a morir. O lo va a hacer él, y será peor.
Pero no les hizo ningún caso a sus voces. En aquel momento, no importaban.
Iban cogidos de la mano, con el paraguas en la otra, preparados, en guardia como dos espadachines a punto de pasar una prueba mortal. Él caminaba de un modo agarrotado, con todo el cuerpo rígido, y mirando continuamente a los lados. Se agarraba a ella como si fuera lo único real en el mundo, y hasta respirar parecía costarle trabajo.
De pronto, ella le oyó recitar algo:
Beware the Jabberwock, my son!
The jaws that bite, the claws that catch!
Beware the Jubjub bird, and shun
The frumious Bandersnatch!
—No nos vendrían mal ahora un Bandersnatch o dos —dijo, al acabar.
Ella sonrió.
—O incluso un Jabberwock.
Siguieron caminando.
Estaban a mitad del parque cuando la yerba empezó a alborotarse a su alrededor. A los lados del camino de grava que seguían todo se agitaba, se movía, parecía a punto de hervir y entrar en erupción.
Y luego, fueron saliendo. Uno tras otro. Verdes, vacíos, sonrientes. Inmóviles.
Al principio, él se detuvo, incapaz de seguir caminando. Luego, le apretó a ella la mano y continuó.
Un paso, otro más.
Los hombres de césped seguían inmóviles. Seguían saliendo del suelo, tantos que parecía imposible que hubiera sitio para todos. Salían y se quedaban allí, inmóviles, sonrientes, vacíos.
Un nuevo paso. El final del parque, visible al fondo, como una promesa.
Los hombres de césped empezaron a moverse. Sólo un poco. Un ligero balanceo a un lado y a otro.
Otro paso más. Y otro.
Y, de pronto, empezaron a bailar, a saltar, todos ellos, en una coreografía absurda y sin sentido que, sin embargo, resultaba hipnótica.
Siguieron caminando. Tranquilos. Sin apretar el paso.
El final del parque, más cerca.
Uno de los hombres de césped empezó a saltar. El paraguas de ella lo convirtió en un montón de baba verde que se deshizo con rapidez. Otro. Otro más.
Con torpeza, sin estar seguro de lo que hacía, él atacó a uno de los de su lado. Apenas pudo evitar un grito al ver caer a su objetivo.
—¡Ja! —exclamó.
—¡Se llamaba Carlos, cabrones, se llamaba Carlos! —gritaba ella.
Y, de pronto, él se descubrió gritando lo mismo y atacando como si fuera el mejor espadachín del mundo. Era el Cyrano de los paraguas. El D’Artagnan de los palos de lluvia. El azote de los hombres de césped. Era Íñigo Montoya y aquellos cabrones habían matado a su padre, que se preparasen para morir. Era Westley, y a su lado Buttercup machacaba a los malos sin compasión. Era Scaramouche, era el capitán Blood, era el Corsario negro y el puñetero Sandokán. Y a su lado estaba Bêlit, la diablesa con el paraguas, la Reina de la Costa Negra.
Se iban a enterar aquellos hombrecillos de paja. Iban a saber lo que valía un peine.
El tiempo parecía haberse detenido a su alrededor. La luz se había convertido en algo sólido, palpable.
Los hombres de césped seguían saliendo.
Y seguían muriendo.
Uno. Y otro. A tu izquierda. Delante. Detrás. Cámbiate de lado. Gira. Golpea. Ataca. No dejes de gritar.
Y, de pronto, los dos sintieron que resbalaban. Cayeron al suelo hechos una madeja en la que no eran capaces de distinguir de quién eran todos aquellos brazos y piernas.
Silencio.
A su alrededor no había más que silencio.
Con el corazón en un puño, se separaron, se dieron la vuelta y vieron un ejército de hombres de césped ocupando todo el parque, totalmente inmóviles, contemplándolos.
Estaban junto a la salida del parque, pero aún no completamente a salvo, con parte de sus cuerpos en la yerba y parte sobre la grava del camino.
Empezaron a retroceder. Se miraron. Se quedaron inmóviles.
En los labios de los hombres de césped, por primera vez, ella vio algo que no era una sonrisa. Y en sus ojos, algo distinto al vacío.
Rabia. Frustración.
¿Por qué no saltan? ¿Por qué no caen sobre nosotros y nos devoran?
Pero seguían inmóviles, como si el tiempo se hubiera detenido a su alrededor.
Se está nublando.
Alzó la vista. El cielo, que había estado totalmente despejado hasta aquel momento, se cubrió de nubes grises y plomizas.
Va a llover. Se han parado porque va a llover. ¿Qué más da que llueva? ¿Por qué no se mueven? Porque va a llover. No digas tonterías, eso no tiene nada que ver. Qué importa que llueva. ¿Por qué no saltan?
Miró el paraguas en su mano y recordó lo que él le había contado, aquel cuento australiano sobre la era del sueño.
El palo de lluvia.
Sin saber por qué lo hacía, sonrió. Sonrió por primera vez mirando a sus enemigos.
—¡Carlos! —gritó—. ¡Lidia!
Él, perplejo al principio, estuvo a punto de preguntarle qué ocurría. En vez de eso, coreó su grito.
Los hombres de césped temblaron. ¿Rabia? ¿Miedo? No importaba, las dos cosas eran buenas. Cualquiera de las dos era buena, y las dos juntas, mucho mejor.
—¡Carlos! ¡Lidia! —gritaron los dos a la vez.
Empezó a llover.
Una gota en el rostro. Otra junto a su pie. Otra algo más allá, entre el ejército de hombres de yerba que seguía inmóvil.
Una gota en uno de ellos. Y un agujero en su piel, un hueco humeante que lo hizo estremecerse.
Los cielos se abrieron de repente. La lluvia se convirtió en una cortina espesa, densa, que lo volvía todo irreal. Llovía con furia, con prisa.
Los hombres de césped temblaron, incapaces de escapar y, de pronto, se deshicieron en una gelatina verde que la lluvia no tardó en limpiar.
Sólo entonces se pusieron de pie y miraron a su alrededor. La gente buscaba un refugio para la lluvia. Unos pocos los miraban como si estuvieran locos, pero no les importaba demasiado.
Al fin y al cabo, quizá tuvieran razón. Tal vez estaban locos.
Jadeantes, se miraron. Ninguno de los dos se había sentido nunca tan vivo.
—¿Ha acabado? —preguntó él.
Ella miró hacia el parque vacío. Negó con la cabeza.
—No lo creo. —Se encogió de hombros—. Pero no importa.
Sonrieron. Miraron los paraguas en sus manos. Él hizo ademán de abrir el suyo, pero ella lo detuvo.
—Qué más da —dijo.
Él asintió.
—Palos de lluvia —murmuró.
—Palos de lluvia —repitió ella.
Dieron media vuelta y volvieron al parque. Pasearon por él a su antojo, pisando la yerba sin preocuparse, mientras la lluvia seguía cayendo a su alrededor y limpiaba el mundo para ellos. El parque estaba vacío y les pertenecía.
Al menos de momento. Hasta la próxima vez, quizá.
«Hombres de césped» es uno de los tres relatos inéditos incluidos en Porciones individuales, el libro de relatos de Rodolfo Martínez publicado por Sportula.